martes, 8 de febrero de 2011

RODOLFO TERRAGNO

LAS INTERNAS ABIERTAS PROFUNDIZAN LA DEMOCRACIA

Nadie diría, en Estados Unidos, que el Partido Republicano está “dividido”. O que el Partido Demócrata tiene el “vicio” de las internas. Nadie llamaría “pelea” a la confrontación de “modelos”. Ni atribuiría una “ambición desmedida” a quien creyese que puede guiar la Nación. Nadie exigiría que, ante cualquier tema, un partido nacional tuviere un pensamiento “único”. Ni pretendería que su candidato presidencial fuese elegido, “por consenso”, entre los dirigentes partidarios.
El demócrata Barack Obama llegó a la Casa Blanca porque, antes, triunfó en las primarias de su partido, en las cuales debió competir con otros siete aspirantes. La mayoría de ellos fue abandonando, como Joe Biden, al quedarse sin chance. Hillary Clinton, en cambio, llegó a metros de la meta. Hoy, Biden es vicepresidente; y Clinton, secretaria de Estado.
El republicano John McCain no pudo conquistar el poder; pero debió ganarse el derecho a competir. En la primaria del Partido Republicano dejó en el camino a once rivales. No fue fácil. Durante largas semanas, McCain apareció escoltando -desde lejos-al célebre y poderoso ex alcalde Nueva York, Robert Giuliani.

Cada candidato surgió, así, de compulsas populares, realizadas a lo largo y a lo ancho del país.
La cultura política latinoamericana -forjada por caudillos y dictadores- se ha subordinado, por décadas, a las decisiones “de arriba”. Durante años, todo presidente mexicano fue escogido, a dedo, por su antecesor. El “dedazo” tuvo una burda expresión en 1969, cuando el presidente Díaz Ordaz nominó a su príncipe heredero. Jorge Castañeda recuerda cómo -invocando al ficticio jefe del partido- Díaz Ordaz dijo: “Nuestro líder, después de una auscultación muy completa, ha concluido que el mejor candidato es Luis Echevarría. Como miembro distinguido del partido, él me ha comisionado para comunicárselos. Entiendo que ustedes también han llegado a esa conclusión. Los felicito por esa decisión, que yo comparto”.
Más encubierto, el “dedazo” ha existido siempre en la Argentina.
No obstante, el creciente enfado con la política, y la emergencia de una sociedad civil activa, han creado condiciones para profundizar la democracia. Los ciudadanos no tolerarán por mucho tiempo que, en el cuarto oscuro, se les presente un menú fijo, preparado por los furtivos cocineros de los partidos políticos.
Por ahora, sigue oyéndose un clamor nada democrático. Muchos creen que cada partido debería elegir sus candidatos “por consenso”, evitando pujas “estériles”.
El procedimiento tiene antecedentes poco distinguidos: es el que usaban las olvidables juntas castrenses. Tres comandantes, reunidos en un despacho, designaban “por consenso” a Roberto Marcelo Levingston o a Reynaldo Bignone.
En democracia, las camarillas no eligen presidente sino apenas candidatos; pero el resultado final no dista mucho. La elección popular termina legitimando la decisión de algún cónclave secreto.
Eso explica la aversión a las internas. Quien la tiene, piensa en los clásicos comicios intestinos y amañados. En ellos, sólo pueden votar los afiliados. La organización corre por cuenta de los corroídos aparatos partidarios. El escrutinio está exento de un control independiente y, por lo mismo, el proceso carece de transparencia.
Si la selección de candidatos deja de ser un acto incestuoso, todo cambia.
Es lo que debería suceder el año próximo en la Argentina. Los candidatos de cada partido surgirán de elecciones abiertas, no reservadas a los afiliados, que se realizarán el mismo día en todos los partidos y en las cuales deberán votar todos los ciudadanos.
Los partidos se han resistido, durante años, a este método. Sentían que les quitaba soberanía. Algunos lo defendieron cuando pensaron que podía favorecerlos y renegaron de él cuando temieron que dañara sus intereses.
Siendo presidente de la UCR presenté, trece años atrás, un proyecto de internas abiertas y simultáneas. Aquel proyecto no estaba movido por especulación alguna, y no dejé de defenderlo desde entonces. En 2002, hubo internas abiertas; pero, a pocas semanas de la gritería antipolítica (“¡Que se vayan todos!”), y siendo el voto voluntario, la experiencia fracasó.
Los argumentos en pro y en contra de la obligatoriedad son los mismos que juegan cuando se discute el sufragio obligatorio en elecciones nacionales.
Quien tenga una idea irrestricta del derecho individual juzgará que el voto forzado es inaceptable. Quien comprenda que la vida en sociedad impone deberes (entre ellos el de contribuir a su buen gobierno) no aceptará una libertad personal que sea disfuncional a la democracia.
Para vencer esa sempiterna aquiescencia hacia lo que viene “de arriba”, la obligatoriedad del voto -que en otras sociedades sería innecesaria- en la nuestra es imprescindible.
La molicie de quien renuncia al sufragio puede condenarnos a proseguir bajo el “dedazo”.
Las primarias, por otra parte, no sólo son obligatorias para los votantes. También lo son para los partidos, que no pueden soslayarlas ni sustituirlas. Ellas se convierten en el único modo de elegir candidatos.
Si se dictan a tiempo los reglamentos y se organiza la compleja logística electoral, las primarias debutarán en agosto.
La ley que las creó es imperfecta. Impide, por ejemplo, que el triunfador de un partido anude alianzas con otros. Debe limitarse a las que, antes de esa elección, haya fijado la conducción partidaria.
Con todo, esta nueva forma de seleccionar candidatos hará más profunda la democracia.
Al llegar la elección general, los ciudadanos ya no estarán obligados a optar por uno u otro nombre marcado a dedo. Podrán elegir entre hombres y mujeres que contarán, todos, con el aval de un proceso social de preselección.

Rodolfo Terragno.

FUENTE. http://www.abogadosradicales.com.ar/?p=782

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